domingo, 2 de agosto de 2009

La objetividad existe


La objetividad existe

Por, Jean-François Revel


De todos los tópicos que llenan los cere­bros humanos, hay uno cuyo sentencioso enunciado despierta regularmente entre toda asistencia un estremecimiento apro­bador: “La objetividad no existe”. En la información, se entiende. Al parecer, existe o puede existir en la política, el sindicalismo, la diplomacia, los negocios, la cultura, la justicia. Pero por principio la misma posibilidad se niega a los únicos profesionales cuyo oficio consiste precisamente en intentar dar una información exacta. Por una misteriosa ley natural, parece como si informar fuese algo que procede de un relativismo absoluto y que vive gracias a él. Los periodistas deberían, pues, limitar su ambición a yuxtaponer puntos de vista, entre los cuales elegiría el público.

 

Entre los países en los que el poder político esclaviza la comunicación y aquellos en los que cede un margen variable de independencia, parece que sólo puede haber una única diferencia: en el segundo caso los ciudadanos disponen de un abanico de visiones subjetivas de la realidad. Su única ventaja sobre los ciudadanos de los regímenes dictatoriales consistiría, según eso, en la posibilidad de optar por su visión preferida, en lugar de tragarse, a falta de otra, la interpretación oficial de los hechos. Su privilegio no consistiría, pues, en la posibilidad de poseer una información más verídica, más honrada, más completa. El despliegue supremo de la comunicación libre residiría tan sólo en el pluralismo de las afirmaciones gratuitas, no en la información seria. La paradoja de este lugar común que se supone profundo es lo bien acogido que es a veces por los mismos periodistas.

 

Desde el juez Bridoye, que en Rabelais decide sus sentencias a los dados, raras veces se ha oído que los magistrados afirmaran que el derecho se inspira en el puro azar, o que los médicos pusieran ante los ojos del paciente una cincuentena de recetas, a discreción, arguyendo que todas venían a ser lo mismo, y que para cumplir con su deber les basta con garantizar el “pluralismo” terapéutico.

 

¿Cómo es posible que un periodista pueda llegar a decir que la información yuxtapone simples puntos de vista arbitrarios e incomprobables de los hechos, y que únicamente su abundancia y su diversidad justifican al gremio? Porque hay profesionales que en libros serios confiesan casi con orgullo que “la objetividad no es más que una ideología”. Este precepto se enseña en las escuelas de periodismo a unos estudiantes que parecen encantados de semejante difamación de su futuro oficio. En cuanto a los amos del poder político, a quienes raramente se obsequia con concesiones espontáneas, se precipitan con delectación sobre este regalo inesperado que les hacen los periodistas al afirmar sin más que la objetividad de la información es una ilusión pasada de moda.

 

Esta máxima masoquista, ¿no le­gitima acaso todas las formas directas e indirectas de control de los medios de comunicación, sueño acariciado desde que el mundo es mundo por los que ocupan el poder? Si todas las versiones de la realidad son indiferenciadas, si ninguna es verdadera, ¿por qué la del gobierno va a merecer menos respeto que otra? ¿Y qué inmoralidad comete borrando versiones o informaciones distintas de las suyas, que según todos admiten son igualmente arbitrarias? De este modo, el estribillo de la imposible objetividad se convierte en una elegante máscara filosófica de una batalla contra la misma libertad de informar. Porque esta tesis despierta en nosotros halagadoras resonancias filosóficas sobre el “conocimiento objetivo”, en el sentido absoluto del término, y nos recuerda vagamente todo lo que los grandes pensadores han dicho sobre la vanidad de esperar definir con rigor semejante ideal. Cuando las ciencias, incluso las llamadas exactas, hoy en día relativizan considerablemente el criterio de la objetividad, ¿cómo las ciencias humanas, la historia, de la cual al fin y al cabo el periodismo es una patrulla de reconocimiento, van a tener la arrogancia de atribuirse una certidumbre total? Excelente pregunta, como dicen nuestros políticos, pero que confunde dos niveles de reflexión. La teoría del conocimiento y la filosofía de las ciencias hace ya mucho tiempo que critican la ingenua idea de una verdad absoluta; en cambio, la práctica de la ciencia sigue apoyándose a pesar de todo en el sistema de la comprobación y de la prueba. Rechaza implacablemente la falsa moneda. En una palabra, si la objetividad absoluta no existe, el esfuerzo para llegar a ella sí existe, sin lugar a dudas. Y ello es igualmente cierto en el periodismo, a despecho de la dificultad suplementaria de operar en una materia en fusión, sembrada de trampas, minada de mentiras y agitada por pasiones. A pesar de todo, la humilde recopilación y la verificación de los hechos consiguen, cuando nos esforzamos en ello, una aproximación de verdad; desde luego, siempre oscilante entre lo plausible y lo seguro, pero algo de lo cual es hipócrita decir que es intercambiable con cualquier afirmación gratuita o falsificación grosera. Y por otra parte, si la objetividad, en ese modesto sentido realista y cotidiano, fuese una utopía, ¿cómo explicar que tantas personas de todo el mundo se afanen por cortarle el camino y logren que la prensa renuncie a difundir noticias exactas?

 

 

En este final de 1982 en la Unesco se reanuda, por ejemplo, la ofensiva comenzada hace ya seis años en favor de un “nuevo orden mundial de la información”. Bajo esta fórmula, y con pretextos que se presentan como “progresistas”, se esconde un intento de censura mundial debido a la Unión Soviética y a un grupo de gobiernos del Tercer Mundo. Su objetivo es impedir que la prensa y las agencias internacionales informen al mundo sobre lo que sucede en determinados países, e impedir que se informe a los habitantes de estos países, a la vez, de lo que ocurre en el mundo y de lo que ocurre dentro de sus fronteras. El principio de este “nuevo orden” consistiría en someter a la censura de cada gobierno no sólo los medios de difusión y la prensa en el país mismo, cosa que ya se hace desde tiempo inmemorial, sino también la prensa extranjera, que no tendría más fuente de información que la agencia nacional, es decir, por supuesto, gubernamental.


Como de los 154 miembros de las Naciones Unidas menos de 30 son democráticos y respetan total o parcialmente la libertad de informar, el mundo que nos prepara la Unesco corre el peligro de sumergirse casi por completo en la noche eterna de los despachos oficiales. Incluso en el reducido grupo de los países democráticos, hay un sector de la información que pertenece al Estado, y otro que sigue siendo independiente. Para justificar esta usurpación, hasta en los países liberales se dice que la supervivencia de un sector libre “garantiza el pluralismo”, y que por otro lado se “organiza el pluralismo en el interior de los medios de comunicación estatificados”. Así, en Italia, desde hace ya tiempo, se ha concedido una cadena de televisión a la democracia cristiana y otra a la “sensibilidad” socialista o comunista. Volvemos a caer en lo que hay que denunciar como una impostura. El problema de la información no se soluciona simplemente por medio del choque de las propagandas contrarias. Es en la sutil deformación de las mismas noticias donde reside el verdadero peligro para la objetividad. Más que las diatribas, los poderes odian el hecho minúsculo y preciso que molesta: recientemente hemos visto la furibunda reacción del gobierno francés tras un artículo que revelaba la magnitud de nuestro endeudamiento exterior. La libertad de opinión sólo tiene valor si se apoya en la exactitud de la información. El verdadero pluralismo deriva de esa riqueza de la información, no la sustituye. Por eso, distinguir entre prensa de opinión y prensa de información, entre el comentario que se supone “libre” y la información que se supone “sagrada”, siempre me ha parecido falaz.

En efecto, ¿qué valor tiene un comentario mal informado? ¿Qué valor tiene una pura opinión que se expresa con una total ignorancia de los datos de los que trata? No digo que el caso sea frecuente, digo que las dos cuestiones son una sola. El juicio presupone el análisis, y el análisis presupone el conocimiento del asunto analizado. La opinión que es indiferente a los hechos, la opinión conocida por anticipado, no interesa a nadie: así lo demuestra la difusión esquelética de los periódicos de partidos políticos. Es cierto que muy a menudo periodistas e historiadores nos comunican más sus propias opiniones que los hechos sobre los cuales las expresan. Pero ello no se debe a que no puedan hacerlo de otro modo, sino a que no quieren hacerlo de otro modo. Por ejemplo, en Estados Unidos la mayoría de los periódicos y de los medios de comunicación, antes de las elecciones de El Salvador, en marzo de 1982, adoptaron la hipótesis de que la consigna de abstención de los guerrilleros sería obedecida por la mayor parte de la población. En otras palabras, habían sobrevalorado la popularidad del Frente Farabundo Martí. El día del escrutinio, todavía a las doce del mediodía, David Brinkiey y Jim Wooten, de ABC-News, predecían imprudentemente una participación escasa, a la misma hora en que todos se empezaban a dar cuenta de que los campesinos desafiaban la consigna de los guerrilleros. La participación alcanzó el 80% (frente al 50% en 1972) sin fraude grave, y a pesar de los peligros. Por otra parte, sondeos confidenciales indicaban desde el mes de diciembre que entre el 70 y el 85% de los salvadoreños tenían intención de votar. Pero, por hostilidad a la política de Reagan, nuestros colegas se negaban a tomar en serio esos sondeos, que contradecían sus ideas apriorísticas. Este error está lejos de probar una supuesta imposibilidad objetiva, y demuestra solamente que la mayoría de nuestras equivocaciones son técnicas, y se deben a no haber utilizado los medios de in­formación de que disponíamos, y no a que tales medios no existiesen. Nuestros prejuicios y nuestra torpeza nos juegan a veces malas pasadas, como en cualquier oficio, desde luego, pero eso no altera nada del principio. No veo ninguna razón concreta y práctica para afirmar que la falsa pista que tomaron en ese caso nuestros colegas era imposible de evitar. En casi todos los casos análogos, advertimos que con un poco más de escrúpulo y de esfuerzo hubiera podido eliminarse la causa del error.

 

Cuando el pasado 25 de noviembre el Times de Londres escribe en un editorial que en Francia la mayoría socialista, a pesar de sus tropiezos económicos, sigue conservando un considerable crédito político, y aquel mismo día aparece un nuevo sondeo indicando lo contrario, el despiste no se debe a una fatalidad metafísica, sino a una trivial negligencia. Estas escorias que mancillan las mejores intenciones incitan, pues, a pensar que necesitamos más objetividad, y no menos. Los que quieren adormecernos y arrullarnos nos susurran pérfidamente al oído la paradoja que está de moda: renunciad a la imparcialidad, a la competencia, eso son mitos. No. Los periodistas no tienen que darse por vencidos. Y los lectores tampoco. La objetividad existe. Sólo depende de nosotros poderla encontrar con la mayor frecuencia posible.


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